lunes, 31 de agosto de 2009

Darwin y la Medicina. Por J.L. Mohedano


Darwin y la Medicina

Por J. L. Mohedano

En este año en el que se ha cumplido el segundo centenario del nacimiento de uno de los científicos más importantes en la historia de la Humanidad, el británico Charles Darwin, si se hiciera una encuesta sobre él, la mayoría de los que dijeran conocerlo lo relacionarían con aquello de que «fue el que dijo que el hombre venía del mono», algo que de ningún modo dijo, aunque sea fácilmente deducible de su afirmación con la que cierra su obra capital «la vida tiene una raíz única (o unas pocas) que es muy remota en el tiempo» que nos da idea del parentesco existente entre todas las formas de vida que el actual estudio de los genomas de las diferentes especies ha ratificado, por lo que lo correcto sería conocer que el hombre es una clase de mono -con el chimpancé compartimos un 99% de los genes-. También otros pocos de los preguntados serían capaces de añadir que escribió un libro que revolucionó el pensamiento desde entonces: “El origen de las especies”, de cuya publicación también se conmemora el ciento cincuenta aniversario- libro en el que, curiosamente, no se trata del origen del hombre, tema que sería tratado en una obra posterior y bastante menos conocida que lleva este mismo nombre.

La teoría de Darwin, desde entonces -y a pesar de haber sido atacada por filósofos, por científicos más atentos a sus creencias religiosas que a la Ciencia en sí misma- no sólo ha alumbrado aspectos de las ciencias naturales, las sociales, de las Humanidades y, aunque pueda parecer sorprendente, de la Medicina, no solo a la hora de prevenir enfermedades orgánicas, sino mentales, pues la lógica de la medicina evolucionista es la que sostiene que muchos de los trastornos son producto de nuestro estilo de vida en las sociedades industriales a las que no estamos adaptados biológicamente, aunque lo estemos culturalmente pues como especie los alrededor de diez mil años transcurridos desde que dejamos de ser cazadores recolectores no es un lapso suficiente para una adaptación adecuada ecológicamente hablando.

La selección natural explica que algunos individuos presenten una mayor resistencia a algunas enfermedades -o la existencia del temible virus de la gripe A que nos amenaza al final del verano-. Los pueblos con larga tradición ganadera, como los occidentales y otros pueblos africanos, son capaces de asimilar la leche de adultos, mientras que el resto de los humanos y todos los demás mamíferos solo puedan digerirla cuando son lactantes. También explica por qué los occidentales nos estamos convirtiendo en una sociedad de obesos, diabéticos, hipertensos y colesterosos: la evolución nos ha dotado de instintos que nos empujan a consumir todo el dulce que podamos, -hace miles de años los dulces tenían poca cantidad de azúcar y había que consumirlos en abundancia-. Otro tanto nos sucede con la grasa, que tanto esfuerzo costaba conseguir a nuestros antecesores.

Como estos instintos no han evolucionado con la razón cultural generada con la adopción de nuestros actuales hábitos de vida, razón que pretende con mucha menos fuerza oponerse lo que nos hace encontrarnos con problemas de difícil solución que podríamos aminorar recuperando ciertos hábitos de nuestros antepasados: comidas naturales y equilibradas (la magnífica dieta mediterránea); realizando más ejercicio físico; reduciendo la contaminación atmosférica; el nivel de ruido… La recompensa vendría en forma de menos enfermedades metabólicas, cardiovasculares, orales y digestivas o del aparato locomotor.

Y también en cuanto se refiere a nuestra salud mental, la medicina darvinista tiene su importancia al recordarnos que nuestros lejanos antepasados tienen mucho que enseñarnos todavía con su dedicación a contar historias y a relacionarse personalmente. Ahora tenemos miles de historias en libros, periódicos, películas, documentales... Pero la comunicación interpersonal, que parecería que se ha agigantado con la adopción de Internet, no deja de ser el solitario mensaje en una botella de ciberbites de alguien que está en soledad hacia otras personas que nadan en sus propias soledades que, en general, no serían capaces de mantener ese trato de tú a tú físicamente, tan vital para alcanzar el equilibrio emocional tan necesario en las relaciones humanas de nuestro tiempo.

Hasta aquí lo que me ha «prestado» el paleontólogo Juan Luís Arsuaga de uno de los capítulos de su magnífico libro-homenaje “El reloj de Mr. Darwin”, de lectura amena, didáctica e imprescindible para quienes deseamos aprender algo sobre este tema de la evolución de las especies y del hombre, para lo que integra en el mismo discurso a científicos de diferentes épocas en un debate plural y apasionado, por lo que he creído que debería contarlo a mi vez.

Pero la sabiduría popular ya recogió estas afirmaciones de la Ciencia -sin conocer la “formulación” de esta medicina darviniana- en estos tres sencillos principios -tan ignorados en la sociedad en la que vivimos- que, indudablemente de ser seguidas nos permitirían alcanzar una mejor calidad de vida:

«Poco plato, mucho trato y mucha suela de zapato».