martes, 13 de octubre de 2009

Crítica Cine: Malditos bastardos


¡Los judíos apaches ganan la II Guerra Mundial!
Por Santiago Navajas

Quentin Tarantino es un director bigger than life. Como Erich von Stroheim en el pasado, considera no sólo su deber como cineasta ir más allá de los límites establecidos, sino que además la transgresión y el desafío han de hacerse notar ostensiblemente, aunque ello signifique caer en el vicio de la gratuita pose de epatar al burgués.
En el Festival de Cannes su ego se enfrentó al de dos europeos igualmente pagados de sí mismos, el danés Lars von Trier y el español Pedro Almodóvar. Finalmente todos ellos se fueron de vacío ante un director menos dotado técnicamente pero más denso y sólido filosóficamente, Michael Hanecke.Malditos bastardos trata sobre un mundo alternativo en el que Adolf Hitler y la plana mayor de la jerarquía nazi son asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Y no por un ario Von Stauffenberg,como nos contó Tom Cruise en Valkyria con su estilo de acción sosegada y heroísmo clásico sobre el fallido intento en el mundo real, sino por un comando de judíos del ejército norteamericano que más bien parecen, en la visión alternativa del italo-americano Tarantino, una pandilla de mafiosos napolitanos liderados por un apache que exige a sus matones sedientos de venganza primaria que vayan arrancando las cabelleras de sus víctimas alemanas después de haberlos torturado, mutilado, humillado y masacrados con la violencia made in Tarantino, tanto más brutal cuanto más estilizada. Los adolescentes que disfrutan con los órganos arrancados y los aullidos de dolor de Hostel o Saw (una de las pocas audiencias que no ha desertado de las salas cinematográficas) se lo agradecerán.En paralelo, otras dos conspiraciones antihitlerianas van teniendo lugar, aunque más que hacer compleja la trama la hacen, simplemente, más hinchada. En realidad, la aparición de una judía también resueltamente vengativa no es más que una excusa para la realización de una inverosímil pirueta final en la que un cine (¡EL CINE!) se convierte en la tumba del nazismo. La metáfora resulta tan obvia y autocomplaciente que parece mentira que alguien de la talla de Tarantino haya caído en esa trampa fetichista.