domingo, 22 de febrero de 2009





Francis Bacon, autorretrato

Sobre el alma y el cuerpo



El contraste entre la vieja pintura que sólo quería representar el orden del mundo para un puñado de aristócratas e ilustrados capaces de entenderlo, y la actual pintura que más bien da cuenta del orden de un individuo genial enfrentado al desorden del mundo, ha encontrado un ámbito efusivo en el museo del Prado. La exposición de Francis Bacon es una grata aventura para quien se acerca a ese viejo arte del conocimiento con ánimo de aprender algo nuevo.

Es cierto que Bacon ha sido ya tan estudiado como para que apenas podamos añadir una coma a lo ya sabido. No obstante, volver a constatar la radical expresión de su tragedia personal y cómo logró elevar una vida sórdida al más alto registro de nuestra efímera dignidad, sobrecoge. No podemos dejar de insistir, por ejemplo, en esos rosas pálidos y esos amarillos cenicientos, colores que su esposa Doris lució el día de la boda y que le había rogado a Bacon que eligiera en los almacenes Harrod's de Londres. Es casi mítica la historia de cómo Bacon escapó una hora y cuarto de su agobiante trabajo en la empresa de seguros Lloyd's sin advertir al jefe de personal, para recorrer las ofertas de febrero de los populares almacenes hasta encontrar ese rosa diáfano, ese leve alimonado cristalino, que transformarían a Doris, mujer de complexión fuerte y recias piernas, en la nube de madreperla sobre la que tantas veces habló Bacon en sus entrevistas. A su regreso, el jefe de personal le hizo acudir a su despacho y tras escuchar las explicaciones de Bacon, rebajó la penalización de 30 libras a 12. Bacon ha eternizado esa escena en su serie de "obispos aulladores" con una ternura que invita a llorar.

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