
MÁCULA LÚTEA o EL DARDO EN LA SOMBRA
Por Pilar Sanabria
Me he detenido a leer una vez más este poemario de Fernando Sánchez Mayo que justifica en su hondura el sin sentido de este mundo, de sus seres y de sus circunstancias. Es un libro que acecha los días en una perpetua primavera de tristeza. Poemas con sabor a hueco, a hendidura, con el paladar de la ceguera más abrupta y escarpada, como el que sube a un monte a tientas pero con el pleno convencimiento de que no hay regreso.
Este auténtico “memorial de sombras” traza un itinerario por las realidades más inquietantes, versos atravesando el umbral de la incertidumbre, versos que no hacen concesiones, que hablan del destierro interior, de una huida que se encuentra en todas partes; allá donde vayan estos poemas, siempre estarán escapando.
Versos que se abren al enigma de la existencia, a la humanísima comunión con el “nosotros”, me recuerdan a la poesía existencialista del poeta Vicente Gaos porque, en esa línea, ambos son testigos de la desolación, son los portavoces de la denuncia del oficio que la Nada enseña al hombre.
Estos poemas parten de un filón inagotable de cálida sencillez.
Se le ve a Fernando, se le intuye en cada uno de ellos, no se tapa, no se cubre ante una poesía formal ni preciosista. Hay un adjetivo que cuadra a la perfección con este libro: el adjetivo “cercano” y ¿porqué no? en otro orden de simbología, el adjetivo “evocador”.
Casi desde el inicio del libro se adivina ya la desesperanza:
“Y yo no estaré.
Y tú no estarás.
Y el mundo seguirá.
Y olvidarán nuestros nombres”.
Casi la desaparición más total al comienzo de esta singladura poética. Ese estar sin quererlo porque “El Miedo”, (título de la primera parte), preside como un fantasma denso y enraizado en el alma todo aquello que los instintos quieren liberar:
“Decir nada es flotar a la deriva
poseídos por el helio
para ganar o perder un oeste
que se aleja sin rumbo”.
Aunque en esta primera parte del poemario se degusta también, se paladea y se intuye esa búsqueda de la esperanza, la oportunidad que se da el poeta para preguntarse acerca de los sueños por cumplir:
“Di cuánto amas y en qué desmedida,
sin miedo a que el frágil destino tiemble.
Di todo lo que tengas que decir
cuando sueñas para que así se cumpla”.
Y en otro poema acecha la rotunda afirmación del poeta que padece la búsqueda de un porqué para su existencia:
“Si vivo para contarlo es que vivo.
Y si vivo, sólo eso basta, sólo eso”.
Hay una segunda parte: “Poemas de la Adversidad”. Es firme y hasta un título con tensión. Es la constatación del cerco angustioso del ser humano, los planteamientos son tan obvios y contundentes como apuntan estos versos:
“Cuántas veces has querido ser consciente
de esa muerte momentánea y de tránsito
y sentir en ti el certero arrebato de la partida”.
Ese “flirteo” con la muerte como liberación, esa cosmogonía de adioses que pega fuertes aldabonazos a la terminación total, que deja aparcada cualquier clave de coherencia porque, para colmo, hay un poema bajo el título: “Una ráfaga de luz” donde esa despedida deseada aparece como un rayo misterioso deshaciendo cualquier frontera de continuidad:
“La fingida muerte es quien más nos ama
y quien mejor nos besa el alma herida y derrotada.
Llega, aproxímate, abraza, lava,
exonera el peso del día,
¡Oh, leve sueño, hazme tu prisionero libre
una vez más!”
Pero antes de la absoluta pérdida, del inconfundible paisaje del final plenamente aceptado está la resistencia al abandono a pesar del hostil universo del entorno:
“Y sin embargo, quién acepta de antemano la derrota,
quién se inclina ante la hora suprema sin antes
haber porfiado,
quién, pues, se entrega a la definitiva partida así,
tan fácilmente, sin al menos, haberse negado
con la actitud del desafío”.
En “Poemas de la Almohada” (tercera parte de este libro), el poeta vuelve a tomar conciencia de la urgencia de lo real, del conmovedor vértigo de la vida, de la reveladora intimidad, de la predominante evidencia transparente de lo cotidiano. En el poema que abre esta parte del poemario donde según Sánchez Mayo:
“No hay más que lo que vemos.
La triste realidad de nuestra inocencia…..”
El género humano se hace mixtura, magma volcánico, hace partícipe a su propia carne del dolor resignado, del profundo desengaño del testimonio existencial, de lo que nos aplasta, del envilecimiento de lo que nos rodea, la constatación de que una posible salvación es una utopía para los sentidos:
“Nada, nadie nos salva.
Si hemos nacido, hemos caído.
Y el sonido del golpe
que aún suena todavía
es para decirnos con su eco
en qué punto nos hallamos del abismo”.
O ¡por fin! la terrible conclusión de la plena oscuridad del inconsciente, la definitiva llaga absoluta que moldea todo el corpus lírico de este poemario:
“Tanta lucha para qué,
si la muerte está en la llaga
que cincela el pensamiento”.
El libro responde a un auténtico esquema dramático, responde a una esencialidad del contenido, a una simplificación incluso en algunos tintes narrativos del entorno como, por ejemplo, en el poema “Los Colegiales”, que se convierte en una auténtica reflexión sobre la esperanza desde la experiencia; versos sobrios y de tonalidades éticas.
Fernando Sánchez Mayo es, ante todo, poeta de ternura desnuda, de dimensión honda, de radical antirretórica, de una profundísima filosofía existencial.
Que discurra pues, nuestra mente, por este umbral de moheda que es “Mácula Lútea”, este sobrecogedor conjunto de poemas que ahondan en ese misterio tan palpable, a veces hasta milagroso que el lado oscuro, que la sombra engendra y propicia en los seres humanos, en esta glosa del viaje hacia nosotros mismos o espejo donde nos reflejamos, en la trascendida tarea a la que el “ser” nos obliga.
La Poesía es, ante todo, esa transición de lo inhumano hasta la fe. Y hay que creer, ser acólitos rendidos a las ventanas creativas que nos abre Fernando Sánchez Mayo. Ha sabido, en este libro, dimensionar hasta límites casi ebrios, la propia contemplación y un poeta, por encima de cualquier consideración, es un contemplador. Esos mundos recreados en este poemario no nos sonarán extraños, sólo tenemos que atrevernos a volver a reencontrarlos, sin más temores que lo que somos.
PILAR SANABRIA CAÑETE
Enero, 2009
Me he detenido a leer una vez más este poemario de Fernando Sánchez Mayo que justifica en su hondura el sin sentido de este mundo, de sus seres y de sus circunstancias. Es un libro que acecha los días en una perpetua primavera de tristeza. Poemas con sabor a hueco, a hendidura, con el paladar de la ceguera más abrupta y escarpada, como el que sube a un monte a tientas pero con el pleno convencimiento de que no hay regreso.
Este auténtico “memorial de sombras” traza un itinerario por las realidades más inquietantes, versos atravesando el umbral de la incertidumbre, versos que no hacen concesiones, que hablan del destierro interior, de una huida que se encuentra en todas partes; allá donde vayan estos poemas, siempre estarán escapando.
Versos que se abren al enigma de la existencia, a la humanísima comunión con el “nosotros”, me recuerdan a la poesía existencialista del poeta Vicente Gaos porque, en esa línea, ambos son testigos de la desolación, son los portavoces de la denuncia del oficio que la Nada enseña al hombre.
Estos poemas parten de un filón inagotable de cálida sencillez.
Se le ve a Fernando, se le intuye en cada uno de ellos, no se tapa, no se cubre ante una poesía formal ni preciosista. Hay un adjetivo que cuadra a la perfección con este libro: el adjetivo “cercano” y ¿porqué no? en otro orden de simbología, el adjetivo “evocador”.
Casi desde el inicio del libro se adivina ya la desesperanza:
“Y yo no estaré.
Y tú no estarás.
Y el mundo seguirá.
Y olvidarán nuestros nombres”.
Casi la desaparición más total al comienzo de esta singladura poética. Ese estar sin quererlo porque “El Miedo”, (título de la primera parte), preside como un fantasma denso y enraizado en el alma todo aquello que los instintos quieren liberar:
“Decir nada es flotar a la deriva
poseídos por el helio
para ganar o perder un oeste
que se aleja sin rumbo”.
Aunque en esta primera parte del poemario se degusta también, se paladea y se intuye esa búsqueda de la esperanza, la oportunidad que se da el poeta para preguntarse acerca de los sueños por cumplir:
“Di cuánto amas y en qué desmedida,
sin miedo a que el frágil destino tiemble.
Di todo lo que tengas que decir
cuando sueñas para que así se cumpla”.
Y en otro poema acecha la rotunda afirmación del poeta que padece la búsqueda de un porqué para su existencia:
“Si vivo para contarlo es que vivo.
Y si vivo, sólo eso basta, sólo eso”.
Hay una segunda parte: “Poemas de la Adversidad”. Es firme y hasta un título con tensión. Es la constatación del cerco angustioso del ser humano, los planteamientos son tan obvios y contundentes como apuntan estos versos:
“Cuántas veces has querido ser consciente
de esa muerte momentánea y de tránsito
y sentir en ti el certero arrebato de la partida”.
Ese “flirteo” con la muerte como liberación, esa cosmogonía de adioses que pega fuertes aldabonazos a la terminación total, que deja aparcada cualquier clave de coherencia porque, para colmo, hay un poema bajo el título: “Una ráfaga de luz” donde esa despedida deseada aparece como un rayo misterioso deshaciendo cualquier frontera de continuidad:
“La fingida muerte es quien más nos ama
y quien mejor nos besa el alma herida y derrotada.
Llega, aproxímate, abraza, lava,
exonera el peso del día,
¡Oh, leve sueño, hazme tu prisionero libre
una vez más!”
Pero antes de la absoluta pérdida, del inconfundible paisaje del final plenamente aceptado está la resistencia al abandono a pesar del hostil universo del entorno:
“Y sin embargo, quién acepta de antemano la derrota,
quién se inclina ante la hora suprema sin antes
haber porfiado,
quién, pues, se entrega a la definitiva partida así,
tan fácilmente, sin al menos, haberse negado
con la actitud del desafío”.
En “Poemas de la Almohada” (tercera parte de este libro), el poeta vuelve a tomar conciencia de la urgencia de lo real, del conmovedor vértigo de la vida, de la reveladora intimidad, de la predominante evidencia transparente de lo cotidiano. En el poema que abre esta parte del poemario donde según Sánchez Mayo:
“No hay más que lo que vemos.
La triste realidad de nuestra inocencia…..”
El género humano se hace mixtura, magma volcánico, hace partícipe a su propia carne del dolor resignado, del profundo desengaño del testimonio existencial, de lo que nos aplasta, del envilecimiento de lo que nos rodea, la constatación de que una posible salvación es una utopía para los sentidos:
“Nada, nadie nos salva.
Si hemos nacido, hemos caído.
Y el sonido del golpe
que aún suena todavía
es para decirnos con su eco
en qué punto nos hallamos del abismo”.
O ¡por fin! la terrible conclusión de la plena oscuridad del inconsciente, la definitiva llaga absoluta que moldea todo el corpus lírico de este poemario:
“Tanta lucha para qué,
si la muerte está en la llaga
que cincela el pensamiento”.
El libro responde a un auténtico esquema dramático, responde a una esencialidad del contenido, a una simplificación incluso en algunos tintes narrativos del entorno como, por ejemplo, en el poema “Los Colegiales”, que se convierte en una auténtica reflexión sobre la esperanza desde la experiencia; versos sobrios y de tonalidades éticas.
Fernando Sánchez Mayo es, ante todo, poeta de ternura desnuda, de dimensión honda, de radical antirretórica, de una profundísima filosofía existencial.
Que discurra pues, nuestra mente, por este umbral de moheda que es “Mácula Lútea”, este sobrecogedor conjunto de poemas que ahondan en ese misterio tan palpable, a veces hasta milagroso que el lado oscuro, que la sombra engendra y propicia en los seres humanos, en esta glosa del viaje hacia nosotros mismos o espejo donde nos reflejamos, en la trascendida tarea a la que el “ser” nos obliga.
La Poesía es, ante todo, esa transición de lo inhumano hasta la fe. Y hay que creer, ser acólitos rendidos a las ventanas creativas que nos abre Fernando Sánchez Mayo. Ha sabido, en este libro, dimensionar hasta límites casi ebrios, la propia contemplación y un poeta, por encima de cualquier consideración, es un contemplador. Esos mundos recreados en este poemario no nos sonarán extraños, sólo tenemos que atrevernos a volver a reencontrarlos, sin más temores que lo que somos.
PILAR SANABRIA CAÑETE
Enero, 2009