viernes, 11 de diciembre de 2009

Críticas Cine: 2012




Conócete a ti mismo



El plano más significativo de la nueva superproducción de Roland Emmerich no es ninguno de los muchos que representan el Apocalipsis con un detallismo y una espectacularidad obscenos, embriagadores. Es aquel, apenas iniciado su desmesurado metraje, que nos muestra a Adrian Helmsley (Chiwetel Ejiofor) hojeando la lectura favorita de Ignatius Reilly, La consolación de la filosofía.

Adrian está a punto de descubrir que, debido a los efectos de una tormenta solar especialmente virulenta, a nuestro planeta le queda poco para alborotarse «como un pollo olvidado en el microondas». Desde luego, ante tal coyuntura no están de más las reflexiones estoicas de Boecio, que animan a relativizar pasadas alegrías, apreciar la importancia de la mala fortuna para recuperar valores trascendentes, y aspirar al regreso a una Edad de Oro en la que la felicidad resida en conocerse racionalmente a sí mismo; jalones perceptibles, si se presta atención, de la ficción que nos ocupa.

Pero las ideas del pensador romano no son aplicables a Adrian: en su condición de brillante asesor presidencial, el científico tiene asegurado sin esfuerzo un billete a la salvación de unos pocos que preparan secretamente en el Himalaya las autoridades mundiales. Atañen más bien a Jackson Curtis (John Cusack), escritor de ciencia-ficción pluriempleado como conductor de limusinas a quien la destrucción pisa los talones sin descanso, aunque él logre salir indemne una y otra vez en el último instante merced a su única virtud palpable, la voluntad. Que, en cuanto humana, expresa para Boecio el movimiento de la razón y, por tanto, el camino correcto para cumplir con las etapas de perfeccionamiento reseñadas.

Promocionando su anterior película, El Día de Mañana (The Day After Tomorrow. 2004), Emmerich afirmaba no estar interesado en adaptar al cine cómics de superhéroes: “No los leo. Soy incapaz de hincarles el diente. No sé por qué el mundo necesita superhéroes”. Una declaración de principios corroborada por su filmografía, en la que abundan protagonistas sin atributos a quienes les resulta muy costoso influir en acontecimientos de proporciones titánicas; acontecimientos descritos por el director alemán con equiparables apuros estilísticos: sus cintas están hilvanadas por incontables tomas frontales de escasa movilidad, en las que actores y objetos tienden además a ocupar el centro del encuadre, redundando en un estatismo y una arritmia fatigosos. Si su cine hasta la fecha era ínfimo, no se debía a que lo conformasen préstamos y clichés, pulp y supercherías, oportunismo coyuntural, pompa y circunstancias. Sino a que, como sus personajes, Emmerich se ha desvelado impotente para hacer otra cosa que reconocer esos aspectos. Con la posible excepción de Stargate: Puerta a las Estrellas (Stargate. 1994), sus escaparates han manifestado carecer de una dinámica de conjunto, de una sinergia entre los materiales de desecho manejados y su reciclaje. Los ojos de Emmerich eran los de un adolescente no demasiado despierto que emulase a sus mayores —Cecil B. De Mille, Irwin Allen, Steven Spielberg— regido por principios únicamente cuantitativos. Lo que le ha llevado, ante la falta de resultados convincentes, a una práctica temeraria del corregido y aumentado saludada ya con irrisión por crítica y aficionados.

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