Hace unos días, recibí una invitación para la presentación de un libro en la Biblioteca de Viladecans. Se trataba de un poemario. Tengo que reconocer, que fui, lo confieso, con ciertos prejuicios. Asisto, por compromiso, a muchas presentaciones de libros, donde me aburro soberanamente, ya que la originalidad está ausente y sólo se transitan lugares comunes Ya se sabe: se escribe demasiado y demasiado se publica. Hemos entrado en una dinámica en que todo vale y la poesía actual desecha, por norma general, la emoción en el texto y reniega de la claridad expositiva.
Pasado ya el tiempo en que era deudora de fines sociales o políticos, hoy en día recorre caminos crípticos y quiere acercarse sin conseguirlo la mayoría de las veces, a la propia existencia del poeta, a su exclusiva mirada interior, obviando que somos parte de un todo, aunque esa totalidad se fragmente y vuelva a cada poeta configurando su auténtica voz.
La poesía tiene que estar ligada a la vida e identificarse con la cotidianidad, sin renegar de los sueños. Esa es una de las razones imprescindibles para llegar al lector; cada uno de ellos tiene que verse, en cierto modo, reflejado en ella y pensar que de esa manera le gustaría expresar sus sentimientos, de forma nívea y sin artificios. Pero la mayoría de las veces, los autores son incapaces de exponer sus ideas de forma sincera y caen en un cultismo grotesco. O bien, caen en el defecto contrario: son obras escuetas y preciosistas, como decorados de cine, en los que detrás reina la nada.
Para mi sorpresa, esa poesía anhelada y escasa hoy en día, poesía de “desgarro”, que “dice”, que emociona y se entiende, me la encontré una mañana de sábado, donde menos esperaba: en Viladecans.