viernes, 20 de marzo de 2009


Va de leyenda
Por JL Mohedano
Foto: Cerro del Castillo en El Hoyo

En las sociedades más ancestrales, las leyendas toman carta de naturaleza para intentar explicar sus orígenes, especialmente cuando la inexistencia de testimonios históricos las hace ser las únicas formas de conocimiento disponibles. Las leyendas se transmiten oralmente hasta que algún erudito, poeta, cronista o historiador, las recoge en los moldes alfabéticos de la escritura, con lo que de alguna manera las fija y les da un perfil que las convierte en algo cerrado y desprovisto de la vida que les otorgara el acerbo popular en el que hasta ese momento habían existido, permitiéndoles aumentos o menguas según la fantasía e imaginación de cada uno de sus relatores orales.
Entre las pocas leyendas que podemos disfrutar en nuestro Valle del Guadiato no podía faltar la leyenda sobre un tesoro encantado del tiempo de los moros, que es el tiempo más antiguo al que alcanzaban habitualmente los recuerdos en la mitología popular.
Sobre el llamado cerro del Castillo de la aldea belmezana de El Hoyo, los hispano musulmanes levantaron, en tiempos del califato cordobés, la fortaleza de Beinadar, conocida luego como Viandar, «en el punto intermedio, a una jornada de Al-Bacar y a otra de la de Azuaya», según cita Idrisi como segundo hito en el camino entre Córdoba y Badajoz. De planta rectangular y grueso muro flanqueado por varias torres, estaba junto al desfiladero por el que discurre el camino que atraviesa la Sierra a la que da nombre la aldea, pero con un fácil acceso desde el lado oeste, Desde este punto se domina toda la Sierra, hasta San Calixto, en Hornachuelos. Antes de llegar, junto a la llamada “cuerda del cerro”, que es el lugar en el que no hay ni sol, ni sombra -según dicen los lugareños-, hay un peñasco de cuarzo denominado la “Peña del Alma o del Albe”. La falda está cubierta de encinas y chaparros, un arbolado que hace un ruido característico antes de que llueva en la aldea, y que ha permitido acuñar a los vecinos un refrán autóctono: «cuando el Castillo zumba, es agua segura».
En la actualidad el monte ha cubierto el solar castellano, abandonado desde el siglo XVI, y sólo pueden verse algunas alineaciones, sillares, tejas, restos de cerámicas o de herrumbrosos metales. Como el eco devuelve los gritos, era creencia común que el monte estaba hueco y que en su interior habitaba una enorme serpiente blanca que era la guardiana del tesoro que dejaran los moros antes de abandonar la fortaleza en manos de los conquistadores cristianos, lo que puede indicar la existencia de ignorados pasadizos subterráneos, asociados por la gente casi de una manera instintiva a los castillos medievales. Pero existía una entrada secreta por la que era posible el acceso utilizando fórmulas ocultas, esotéricas y cabalísticas con las que también se neutralizaba a la sierpe guardiana, fórmulas que los ancianos de una de las familias de la aldea conocían e iban transmitiendo oralmente a sus descendientes antes de morir, hasta que a principios del pasado siglo XX, muriera centenaria sin revelarlo, la última poseedora del secreto. Ese fabuloso tesoro, o parte del mismo, sólo podría utilizarse por esos escogidos conocedores del secreto en unas condiciones muy restrictivas, nunca en provecho propio.
En el autocomplacido tiempo que nos ha tocado vivir, esta forma de sabiduría popular se ha casi disuelto en la nada: estremece la falta de narradores –con cada uno que desaparece se pierde un fragmento de historia común- y la desidia de quienes no encuentran el adecuado momento para apreciar las historias de sus mayores, fiados en la omnipresente tecnología, de la que son incapaces de atravesar su impalpable, pero evidente frontera, para volver a disfrutar de la ingenua belleza de las historias orales.