sábado, 11 de julio de 2009

Thomas Hardy: El alcalde de Casterbridge


Podríamos decir que Thomas Hardy es el escritor naturalista inglés por excelencia, si no fuera porque también tenemos a Dickens. Ambos pertenecen a esa riquísima época victoriana en la que convive el goticismo romántico (muy bien representado por las tres hermanas Brontë), con el realismo y el naturalismo, y en la que destaca también la obra (quizá sólo comparable a la de Emilia Pardo Bazán), de esa escritora tan extraordinaria que es Elizabeth Gaskell, de la que me ocuparé en otro momento.
Thomas Hardy se distancia de Dickens, escritor mejor conocido entre nosotros, porque su mundo es más oscuro todavía, más pesimista; y porque también se centra más en problemas de género tanto como de clase, dejando un poco a un lado el gran tema dickensiano de los bajos fondos londinenses o de las soledades infantiles. Hardy escribe sobre un territorio imaginario: el de Wessex, realmente Derbyshire, lo que agrega matices diferentes a la realidad que nos cuenta: la suya es una realidad rural llena de campos de trigo, cebada y avena, de graneros, de ferias campesinas. Como Dickens, Hardy escribía por entregas y este hecho no disminuye la fluidez ni la calidad de su literatura. Hardy posee un estilo impecable, tan rico y tan suntuoso como descriptivo y brillante.
Últimamente he leído tres de sus obras: La bien amada, una historia intrigante, la última novela de Hardy (quien hubiera pasado quizá a una etapa más simbolista como hizo Pérez Galdós), El alcalde de Casterbridge, y Unos ojos azules. Pero hoy quiero hablar de El alcalde..., que es una de sus mejores obras. Hardy y Dickens escribieron (como Wilkie Collins, como Galdós) novelas por entregas. Es la razón de que sus obras sean tan extensas. En contra de lo que pudiera pensarse, su literatura es de una categoría impresionante. Dickens escribe novelas urbanas, y sus obsesiones son la infancia desprotegida, la pobreza, la injusticia social y toda su obra es un ataque a los procedimientos judiciales de su época. Hardy se centra, en cambio, en el ámbito rural. Su mundo es un mundo en el que la injusticia de género está en auge, en el que las mujeres padecen esa doble moral asesina que rompe sus vidas en pedazos. Por ende, sus personajes masculinos resultan inmisericordes, poseídos por contra-valores como la represión sexual absoluta, la doble moral a veces cínica, a veces dolorida, pero siempre inapelable. Hardy ataca los valores de esa sociedad victoriana expresando en sus argumentos lo absurdo de esos planteamientos que impiden la felicidad. Esas convenciones que van contra la naturaleza y que se apoderan de las mentes más lúcidas, impidiéndoles ver su ridícula inconveniencia

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